La luz y las tinieblas en Ituango

2
6498

Por Héctor Abad Faciolince

1.Las tinieblas

Pude haber escrito sobre barras bravas en Medellín, sobre equipos de fútbol con buenos uniformes en el Quindío o sobre muchachos que se salvaron de ser “falsos positivos” en Ciudad Bolívar gracias a un balón y una portería. Pero no. Escogí ir a Ituango para esta crónica porque era uno de los pocos municipios de Antioquia que no conocía, porque sé de las altas dosis de violencia, desplazamiento y dolor que ha padecido, y porque allí había nacido Jesús María Valle, un abogado valiente que reemplazó a mi padre en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos, aun sabiendo los riesgos que corría. Ituango, me informaron, si bien era una región muy golpeada por el conflicto armado, estaba viviendo un mejor momento gracias al acuerdo de paz y a la construcción de la gran hidroeléctrica que allí están terminando, la más grande de Colombia. Así que, fiel a la divisa todo cronista serio (“si no se va no se ve”) emprendí el viaje hacia el confín del norte del departamento. 

Los municipios terminales, o de frontera, son esos donde terminan las carreteras nacionales y departamentales. Les dicen “terminales” porque pareciera que más allá no sigue nada. En realidad, sigue aquello que no se conoce bien, la terra incognita de los mapas, es decir, ese espacio que todavía no dominan ni el Estado ni los colonos, y que vive en una especie de condición de selva, un territorio en disputa por distintos poderes informales. Más allá de la cabecera municipal de Ituango siguen trochas para jeeps, unas cuantas decenas de kilómetros, luego caminos de herradura para mulas, y más adentro todavía, en el corazón del Paramillo, solo se puede avanzar a pie limpio porque ya ni las bestias pasan por lo cerrado que es el monte o lo abruptos que son los precipicios. Se entra en el terreno incierto de las fieras humanas o felinas, y en el terreno minado que nos dejó de herencia la guerra. 

El largo camino a Ituango debe hacerse por carretera pues el pequeño aeropuerto que hubo allá está cerrado por la desconfianza estatal a no poder controlarlo. Temen que sea usado por los narcos. Lo bueno de tener que llegar por tierra es que uno está obligado a subir hasta los 3.000 metros de altitud para luego descolgarse, entre cascadas, ríos, torrentes y quebradas, hasta el cañón del Cauca. En pocas horas se pasa del frío paramuno al calor de la zona tórrida, y es posible atravesar lugares con historia, como Matanzas. 

Se cuenta que en este sitio, escrito así, en plural, ocurrieron dos masacres que están en los orígenes de Ituango. La primera la cometieron los indígenas, a manos del cacique Quimé, contra el gobernador Andrés de Valdivia y sus hombres, el 10 de octubre de 1574. Meses antes Valdivia había atravesado el Cauca y había tomado posesión de las tierras a su orilla izquierda, ya que el rey Felipe II lo había nombrado Gobernador de Ituango y el Bredunco (nombre indígena del río Cauca). En ese pequeño valle hoy conocido como Matanzas fundó Úbeda, en honor a su tierra natal en Andalucía, ilusionado con el hecho de que los originarios del sitio, los nutabes, “gente ni vencedora ni vencida”, “flecheros, carniceros y herbolarios”, no le serían hostiles. 

No fue así, como bien puede verse. Quimé lo mató con un golpe de maza en la cabeza que, dice don Juan de Castellanos, “bajándola con golpe tan horrible / le desmenuzó casco, hueso y sesos: / cayó lanzando sangre por la boca, / y el ánima salió de aquella cárcel / mortal adonde estaba detenida.” La segunda matanza llegaría, meses después, de manos del nuevo gobernador español, Gaspar de Rodas, quien castigó en el mismo lugar, con penas capitales, a gran número de indígenas, a quienes colgó y descuartizó tras un juicio sumario. 

Como siempre en muchos territorios de nuestra república hay una especie de “pecado original” que pareciera condenarnos a una violencia cíclica. Resentimientos y venganzas nunca resueltos del todo; desconfianza y temor de los nativos hacia los extraños, y de los forasteros hacia los nativos. Para explicar el fenómeno es posible remontarse hasta los tiempos de la conquista, como acabo de hacer, pero para no ir tan lejos baste señalar que en el último medio siglo Ituango padeció el azote de los narcos, de varios frentes guerrilleros, posteriormente combatidos con saña por grupos paramilitares en complicidad con mafiosos y con el Estado. Como si la maldición de Valdivia y de Rodas siguiera viva, da la impresión de que Ituango se ha movido en el péndulo de la rebelión violenta y la “pacificación” aún más violenta, como en un círculo vicioso.

La idea de esta crónica, en principio, era relatar la posible ruptura de ese círculo vicioso, mediante los Acuerdos de Paz, por un lado, y por medio de las iniciativas de participación y reinserción social basadas en el fútbol. El primer paso, para darle contexto a esta nota, consistía en visitar uno de los campamentos donde están los ex guerrilleros de las Farc, ahora en el tránsito hacia la legalidad. Lo que pasó mientras nos dirigíamos a ese campamento, que está en la vereda de Santa Lucía, fue lo siguiente: 

Después de pasar por Matanzas llegamos a la plaza principal de Ituango poco después del medio día, en medio de una lluvia torrencial que convertía las calles en réplicas amarillas y corrientosas del Cauca. Como ya llevábamos seis horas de viaje, y faltaban dos más de trocha, nos tomamos un tinto rápido y seguimos camino hacia Santa Lucía. Como bien se sabe, estas zonas (conocidas como ETCR -Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación-) están protegidas por dos anillos de seguridad, el primero del Ejército y el segundo de la Policía.

Pasamos el control del Ejército, donde nos dijeron que todo estaba en calma, y unos cuatro kilómetros después, en la vereda el Quindío, antes del anillo policial, no pudimos seguir, pues nos detuvo un muerto: el cuerpo de un joven estaba atravesado en el camino. Nos bajamos a averiguar. Lo habían matado hacía pocas horas, a las 10:20 de la mañana; tenía 24 años y trabajaba construyendo unos rieles en esa misma loma. Tenía el cráneo deformado por varios balazos, y el cuerpo en una extraña contorsión de dolor. Un cuñado del muerto me dio más datos: se llamaba Eduar Mauricio Rodríguez, había nacido en Lérida, Tolima, en 1992, estaba casado con una joven de Ituango, Olga Liliana Chavarría, de apenas 17 años, con la cual tenía un niño de 22 meses, Johan Santiago. El asesino, que llegó a pie, había ido directo hacia él, encapuchado. Según este pariente, el asesino “era delgadito, por ahí de 1,60 de estatura”, y le dijo a su cuñado: “¡Manos arriba, malparido!”. Eduar, al ver que le apuntaban, se arrodilló, rogándole que no lo matara, que no debía nada, que tenía un hi… y en esa palabra lo derribó el primer balazo de los seis que le dio. Lo único que hizo el asesino, al irse, fue apoyar el índice sobre los labios. Al llegar a la curva de arriba disparó un último tiro al aire, desafiante. 

Cuando nosotros llegamos no había todavía ninguna autoridad en el lugar. La policía tardó otra hora en llegar. Los agentes que vinieron, en grupo, reconocieron el cuerpo con cierta distante displicencia, e hicieron unas pocas preguntas, por cumplir. Una hora más se demoró en llegar del pueblo una volqueta, y entre cuatro personas cargaron al joven muerto y se lo llevaron. 

Yo ya no quise seguir al campamento de las Farc. Sabía que el fallecido había trabajado allá mismo, construyendo algunos edificios, y que solía jugar fútbol en la cancha con sus compañeros albañiles y con los guerrilleros. Resolví irme, en el mismo jeep que nos había traído, detrás de la volqueta. El ejército se dio cuenta de que había un muerto cuando pasamos con él frente al puesto de control. Les pregunté: “¿Y ustedes no están pues para cuidar la seguridad, no dominan el territorio?” “Sí lo dominamos”, dijeron, “pero es muy grande”. Lo grave es que no sean capaces de controlar siquiera lo que pasa en la vía principal, a tres kilómetros de su retén. 

Al llegar a la vereda Las Cuatro, camino del pueblo, non encontramos con que había otro muchacho asesinado. El padre, la madre y varios hermanos lo habían bajado en una hamaca hecha con costales y colgada de una vara. La policía les mandó la razón de que no subía por allá, que lo bajaran. Después de que tiraron el cadáver, como un bulto más, en la misma volqueta, estuve hablando con el padre, a quien ofrecimos llevarlo hasta el pueblo en nuestro carro. 

Su hijo se llamaba Edison Goez Arango y tenía 28 años. La tarde anterior Edison había estado jugando fútbol con unos amigos. Aunque era rengo, le gustaba jugar. Al anochecer resolvieron volver a sus casas, pero él se quedó atrás, por ser cojo. “Váyanse adelante, que yo no ando nada”, les dijo a sus compañeros de juego. Más tarde empezó a llover y se oyeron disparos. Como está prohibido salir de noche, nadie lo fue a buscar. Por la mañana lo encontraron, tirado en una cañada. Tenía tres balazos, uno en el cachete; le había “llovido encima toda la noche”, dijo la madre. Cuando le pregunté quiénes y por qué, el padre enmudeció. Al fin dijo: “Ya no hay nada qué hacer. Mejor uno se queda calladito o si no vienen detrás de uno también. Toca quedarse callado y tragarse la tristeza.” 

El nombre del padre es Iván de Jesús Goez Zapata; el de la madre, Beatriz Emilia Arango. Yo insisto con más preguntas y empiezo por el fútbol. “Edison -me cuenta- jugaba rengo y la gente gozaba mucho con él porque le gustaba mucho darle a la pelota y bregaba a hacer goles con su pierna coja. No usaba ni bastón ni muletas ni nada. Como dejaba caer la cadera al correr, le decían culoevaca.” Le pregunto si su hijo no le había hablado de amenazas, seguimientos o algo. “Me dijo que una tarde se había topado con gente que se tapó la cara. A lo mejor pensaron que los había reconocido”. El padre se queda en silencio, como pensando, y luego añade: “Hay que hacerle los gastos del entierro, porque botarlo no se puede.” 

Seguimos otra hora detrás del cortejo. Llegamos a Ituango, al hospital, y todavía los dejaron horas tirados en la volqueta. Ni la policía, ni el ejército, ni las autoridades civiles, ni nadie, mostró la menor alarma. Todo parecía normal y corriente. Cuando intenté saber más, una joven me dijo: “Mientras menos sepa, más vive”. Los familiares, sin llorar, confirman: “Ver, oír y callar. Si uno habla, vienen también por nosotros.”

Los dos jóvenes muertos son noticia en el pueblo. Nadie averigua nada, nadie se alarma. Ni las autoridades civiles o los militares. El cura, en vez de ir a bendecirlos, se pasa las horas gritando desde un altavoz que tiene instalado en atrio de la iglesia, y por ahí vende boletas para una rifa de “nueve novillonas y un torete”, la cual se jugará por las últimas cifras de la Lotería de Medellín, al día siguiente. 

Es entonces cuando recuerdo una frase leída unas semanas antes: todo esto volverá a ser selva. En uno de los más extraordinarios libros de amistad y enemistad literaria jamás escritos, La sombra de Naipaul, Paul Theroux la repite varias veces. Era así como V.S. Naipaul, el gran escritor caribeño, solía comentar las situaciones más sórdidas de sus viajes por el interior de Uganda: “todo esto volverá a ser selva”. Después de casi presenciar esos dos crímenes, ya en los bordes del Nudo de Paramillo, la frase regresó nítida a mi memoria: “todo esto volverá a ser selva”. Y aunque el viaje era en jeep y no en barco, también me sentí cerca de El corazón de las tinieblas, quizá porque esa misma semana había releído el clásico de Conrad -en una impecable traducción de Juan Gabriel Vásquez-. Sí, mi bienvenida a Ituango había sido para ver la selva y las tinieblas.

2. La luz

Cuando dejé, ya de noche, a los dos jóvenes muertos tirados como dos bultos de aguacates en el garaje del hospital, todavía en la volqueta, pensé que mi crónica futbolística había fracasado aún sin empezar. A ambos, al fin y al cabo, les gustaba jugar, y tanto, que el primero, Eduar, aunque había sido soldado profesional, jugaba de buena gana con los guerrilleros; y el segundo, Édison, así fuera rengo, también jugaba, y quizá por el solo hecho de jugar hasta muy tarde lo habían matado. El deporte, pensé, no les había servido de nada. No había sido escudo, ni salvación, ni luz. 

Con ese ánimo decaído, y casi sin ganas, me fui a comer con un pequeño grupo de maestros del pueblo, por una cita que me habían agendado mis guías en Ituango. Y ahí, conversando con ellos, sin apetito pero con sed de cerveza y aguardiente, conseguí que algo del alma y de las esperanzas me volvieran al cuerpo. Lo primero que hice fue contarles esa tarde de horror que habíamos tenido y mostrarles algo que llevaba en el bolsillo: una de las balas que habían atravesado el cráneo de Eduar Rodríguez. Yo la había recogido, usando un papelito como guante, del charco de sangre del muchacho, frente a los policías. Todavía la tengo, más que como un recuerdo, como una forma de no olvidar ese horror que al parecer ya no horroriza a casi nadie en Ituango. 

Luis Palacio, Lupa, Gladis Zapata, su mujer, María Victoria Zapata, la rectora del colegio Pedro Nel Ospina, y Edilberto Gómez, jubilado del magisterio, son los cuatro profesores con quienes converso. Después de oírme, ellos me explican que por la zona transitan disidencias de dos bloques de las Farc, el 36 y el 18, nuevos grupos narcos y paramilitares, quizá también gente del EPL y del ELN venida de Urabá. Cuanto más se aleja uno del casco urbano más confuso es todo. Y el Estado no está presente o, cuando se presenta, muestra su peor cara. El Estado, si mucho, serán ellos, los maestros, que deben lidiar con niños en riesgo de irse con cualquier grupo armado, y que han sido víctimas de muertes y de amenazas en la propia familia. La rectora, Vicky, ya ha sido amenazada once veces por distintos medios. Ella ha denunciado incluso a miembros de la policía por participar en el micro tráfico de drogas para los estudiantes. Pero la rectora y los maestros aguantan, resisten, y con todas las dificultades que hay en Ituango, conservan el ánimo y me regalan algo de optimismo. 

Gracias a ellos, y a Jhonny Giraldo, coordinador de deportes de la Alcaldía, y al entrenador de los equipos de fútbol del municipio, Edwin Posada, conocí el caso de dos jóvenes, casi dos niñas todavía, que fueron el contraste y la luz de mis dos días siguientes en Ituango. Me hablaron de ellas porque, después de una colecta entre profesores, las habían podido traer de sus veredas al casco urbano, de modo que pudieran entrenar en equipos de fútbol y al mismo tiempo seguir estudiando. Son, al fin y al cabo, dos muchachas llenas de talento futbolístico. 

Las conocí a la mañana del día siguiente. Una de ellas se llama Bibiana Tapias Areiza, tiene 15 años, y viene de la vereda Chontaduro. La otra es Evely Holguín, tiene 16 años, y viene de la vereda Guacharaquero. Nos sentamos en una banca del parque, a la sombra del busto erigido a la memoria de Jesús María Valle, asesinado por defender los derechos humanos. Ellas están recién llegadas al pueblo y se sienten contentas. Las han acogido en dos casas del pueblo que los maestros les ayudan a pagar. Ambas juegan fútbol de salón y forman parte de la selección femenina de Ituango, que se ha destacado en torneos por todo el departamento. Ese domingo viajarán a Itagüí, para un desafío con ese equipo del Valle del Aburrá. La alcaldía les dará el transporte y un refrigerio, y ellas verán como se rebuscan dónde dormir.

Las dos son alegres y de entrada me caen bien. Piensan que Dios les dio un talento, una oportunidad, y les gusta jugar en cualquier sitio de la cancha, menos de porteras. Cada una cuenta su propia historia sin dramatismo y con una sonrisa, como si fueran historias comunes y corrientes. Bibiana dice que su mamá murió cuando ella tenía cinco años y que el papá se fue de Chontaduro a vivir a otra vereda. Él la dejó viviendo con una hermana, pero esta no la trataba bien y el profe de la escuela de la vereda, Néstor Daniel Úsuga, que también es entrenador de fútbol, la acogió en su casa. Bibiana juega fútbol desde muy niña, dice, y siempre con hombres. Cuenta, orgullosa, que en Chontaduro no hay ningún hombre que le gane con la pelota. Un brillo en los ojos y una sonrisa pícara indica que es ambiciosa y se concentra en el éxito. Evely es huérfana también; al papá lo mataron en Cartagena, Córdoba, hace cuatro años, y ahora ella vive con su madre, que la apoya en su pasión futbolística. Ella también demostró su talento desde pequeña y cuando la vieron jugar en el pueblo, algunos profesores la apoyaron. 

Son buenas estudiantes. A Bibiana le toca estudiar en el turno de la noche: entra al colegio a las 6 de la tarde y sale a las 10. Todos los días madruga a entrenar, por lo que no duerme muchas horas. Evely está en el turno de la tarde, de una a seis. Es buena en todas las materias, menos en matemáticas. Vamos a la cancha a verlas jugar y en pocos minutos nos dan grandes muestras de su destreza con el balón. Tienen un gran dominio técnico de la pelota y son capaces de patear fuerte con ambas piernas. 

Esa misma tarde, en el campo de fútbol que fue remodelado por EPM, vemos jugar al equipo de los maestros contra un equipo de jóvenes empleados. Entre los primeros está Néstor Daniel Úsuga, el profesor de Chontaduro que acogió a Deicy en su casa. Al terminar el primer tiempo le comento lo bien que juega su pupila, pero le consulto si no será muy baja de estatura para llegar más lejos en el fútbol. “¿Bajita?” me contesta, “antes es alta, con las hambres que tiene encima Bibiana.” Quedamos en desayunar, para poder hablar con más calma al día siguiente.

Néstor Daniel es puntual y a las ocho estamos ya probando las deliciosas morcillas con huevos revueltos de Ituango, acompañadas con chocolate caliente. Además de profesor en la escuela de la vereda Chontaduro, de donde es oriundo, Úsuga es poeta, trovador y cuentero. Tiene dos libros publicados, que me trae de regalo, y un río de historias en la cabeza. Primero se deshace de la más triste: a una de sus sobrinas, la más querida y pequeña, Michelle Dayana Rengifo, la mataron hace dos meses en el pueblo. Tenía apenas tres años, pero un facineroso le tiró una granada a través de una ventana. Por una vez, al fin, se conmovió el pueblo. 

Pasamos a su historia. Él fue profesor 8 años en otra vereda, Santa Rita, donde organizaba las “Fiestas de la Neblina”, pues esta queda en una zona alta, muy nublada. De allá lo echaron los paramilitares, una vez que casi lo matan. Los métodos eran salvajes y Néstor casi prefiere no recordarlo; amarrado, varias veces, tiraron del gatillo con una pistola apoyada en su cabeza. De esos tiempos, de esa tortura china y de esos miedos viene lo que él llama “la enfermedad ituanguina del silencio”. Y pesadillas, que él olvida dando clases y jugando fútbol.

En Chontaduro ahora, adonde volvió, organiza las “Fiestas de la Tierra Dulce”, porque en la vereda hay trapiches y es panelera. Para esas fiestas, y para los niños de la escuela, compone sus poemas. Lleva en el brazo tatuada una palabra, “Poesía”, y recita de memoria un par de romances suyos, uno dedicado a la mula y otro al caballo. Es poesía popular, con versos bien medidos, aliñados con sabia picardía. Me gusta oírlos. 

En Chontaduro vio jugar a Bibiana, años atrás, y supo de las tristezas y estrecheces que se padecían en la casa de su hermana. Por compasión, y por el ver el talento especial de la niña para el fútbol, la quiso acoger en su casa. La madre de él la educó en los oficios más simples y en hábitos higiénicos. Así aprendió a ser aseada, comedida, organizada. Me cuenta que Bibiana siempre ha sido muy inteligente y rebelde. Por no dejarse mandar estuvo un tiempo sin ir al colegio, y él tuvo que nivelarla. Y en la cancha la define como competitiva, guerrera y obsesiva. Si pierde bebe lágrimas amargas de decepción, dice, pero ha aprendido a perder. El profe y poeta Úsuga, con Bibiana y con todos los otros niños de Chontaduro, ha usado el fútbol como una forma de alejarlos de la tentación de las armas y los grupos ilegales. Cuando los ve nerviosos, a principios de la adolescencia, aumenta los entrenamientos y los torneos, los obliga a ir a la cancha todos los días. Los cansa, los deja exhaustos, y usa a veces partidos no competitivos, en los que ganan puntos los que se comporten más correcta y caballerosamente. Así aprenden a controlar la agresividad.

Cuando estamos terminando de hablar se aparece en el restaurante uno de los maestros de la otra noche, Luis Palacio, Lupa, que me invita a visitar su casa. Es una especie de pequeño museo etnográfico y artesanal. Lupa talla la madera con arte, y recoge objetos precolombinos o vestigios del tiempo colonial. Le gusta llenar su casa de cosas bonitas. Si hasta en Ituango puede haber gente como Lupa, y como el poeta futbolista Néstor Daniel Úsuga, cuyos libros de cabecera son Fútbol al sol, de Eduardo Galeano, y el romancero castellano, entonces es posible que todo esto no vuelva a ser selva. 

Hay una luz evidente en la historia de ellos, y sobre todo en la historia de esa quinceañera, Bibiana, rescatada de una vida destinada al abandono, la violencia y la miseria, solo por la bondad y el buen instinto de un maestro bueno. Si es verdad que, como decía León Felipe, “se gana la luz como se gana el pan”, en esta tierra de tradición tan violenta, en esta selva que tiende a las tinieblas, hay quienes nos devuelven la esperanza con poemas sencillos y encienden una luz con balones de fútbol. 

2 COMENTARIOS

  1. Gracias por este relato Sr. HéctorAbad….queda uno atónito, frente a estas realidades que hoy en día aún se siguen viviendo pese al esfuerzo de apostar por la paz, en nuestro hermoso territorio y que uno desconociera sino fuera por la valentía de escritores como el Sr. Héctor Abad y por el ritmo de vida que se lleva en la ciudad…..valientes aquellos que en estos lugares hinóspitos le apuestan a la vida y a salirle adelante atravez de su ingenio lúdico y audaz como medio de distracción frente a hechos atroces y reales esquivando así a cada instante la tenebrosa muerte que les ronda a diario en medio de diversos lineamientos opresores en los cuales están en total abandono. Excelente trabajo!….mis respetos y reconocimiento a este equipo de trabajo por esta publicación…. Gracias mil!

DEJAR RESPUESTA

Por favor ingresa un comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí