Champeta para la reconciliación

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Que la verdadera champeta se baila en una esquina del barrio San Francisco, en el improvisado picó de pueblito en los altos de La Popa o un domingo de Reyes en la Plaza de Toros, no es nada nuevo bajo el sol cartagenero. Lo que hasta ahora era un misterio es que este género, que carga a cuestas el legado africano con todos sus significados de dolor y alegría, pudiera convertirse en un aliado para la resocialización de los jóvenes en esta ciudad mágica y, a su vez, marginada.

Por Andrés Wiesner

Kevin nació y creció en el barrio Santa Rita en las faldas de La Popa. De frente al mar. Desde su casa lo ve. De espaldas a esa ciudad amurallada que pocas veces visita. Tras una vida agitada en la que la delincuencia y las mal llamadas barras bravas se convirtieron en sus únicas razones para encontrarle significado al mundo que le tocó vivir, hoy busca resarcir sus errores en la Fundación Talid, adonde asiste una vez por semana a pagar una pena que dictaminó el juez denominada Libertad vigilada asistida.

Kevin tiene el pelo pintado de amarillo. Del mismo color de sus ojos que resaltan con su piel canela. Es flaco, los dientes desordenados y no mide más de 1.60. Su sueño es ser cantante y dice que ya ha grabado algunas canciones. De champeta, claro, pero también le gustan el reguetón y la balada. 

Alza los brazos para saludar a su gente. Para que el público cante su canción. Al hacerlo deja ver las cicatrices de su guerra. La de la absurda violencia del fútbol y las fronteras invisibles. La que, según el último informe de Cartagena Cómo Vamos, dejó ciento veintiséis muertos en 2018. 

Son las once de la mañana y en el Centro de Atención Especializada (CAE) de Turbaco la temperatura alcanza los cuarenta grados. Quizás no es el concierto con el que siempre soñó Kevin pero en algo se parece. Samir, que también paga una pena en la modalidad Libertad vigilada asistida, hace la voz principal. Él es alto, apuesto, musculoso. Charles King y Louis Towers, los conocidos Reyes de la champeta, son los coristas del día, y otros nueve jóvenes que también asisten a la Fundación Talid completan la banda.

En una cancha de microfútbol setenta jóvenes menores de edad, privados de la libertad por delitos que van desde homicidios hasta robos menores, son el público del concierto. Poco a poco se han conectado con la música y ahora observan y aclaman a los cantantes como cualquier fan a su artista favorito. Hoy los divide una tarima, pero la mayoría son viejos conocidos del barrio u otrora enemigos. Isaac, uno de los cantantes, estuvo recluido en este centro hace apenas unos meses. Casi pierde su brazo en una pelea interna en la que tuvieron que intervenir la policía y el SMAD. Antes de comenzar el concierto tomó el micrófono y agradeció a Dios. “No le tengan miedo a la libertad, muchachos”, les dijo. 

Para los integrantes de la Corporación Reconciliación Colombia, una plataforma de la sociedad civil que busca la transformación positiva del país, el trabajo en el posconflicto no es solo con los desmovilizados de los grupos armados. Para ellos, son muchas más las poblaciones con las que se debe dialogar y entre estas están los muchachos privados de la libertad. Los hijos de la guerra. Aquellos que quizás nunca tuvieron una oportunidad y hoy son víctimas de sus propios delitos. Por eso trabajan desde 2017 en centros de privación de la libertad de menores en diferentes lugares del país. Junto con el programa PAR de ACDI/VOCA y USAID crearon el proyecto “La reconciliación es nuestro cuento”, cuyo objetivo es generar habilidades para la vida, el ejercicio de la ciudadanía y la reconciliación en adolescentes y jóvenes, educadores y familias, a través de encuentros en los que se desarrollan actividades de reflexión en torno a cuatro dimensiones: confianza, empatía, cooperación y reciprocidad. “Al finalizar las sesiones de implementación de la metodología los jóvenes se encuentran frente al reto de crear una iniciativa que recoja lo aprendido e invite a la comunidad a ser partícipe de escenarios que en conjunto los inspiren a transformar contextos y a reconciliarse”, afirma Sergio Guarín, director de Reconciliación Colombia.

De esta manera, cuando se les preguntó a los once jóvenes de este proyecto en la ciudad de Cartagena cuál querían que fuera su iniciativa para cerrar su proceso la respuesta fue tajante: “Queremos hacer un video”. Fue entonces cuando el equipo de Reconciliación Colombia, consciente de que trabajar en alianza es la única promesa real para salvar a este país, llamó a Tiempo de Juego. Esta Fundación ha puesto su metodología para la convivencia -por medio de actividades deportivas y artísticas- al servicio de los centros de internamiento desde hace algunos años. También tiene a Labzuca, una productora audiovisual y editorial integrada por participantes de la misma Fundación que se han formado en las áreas de la comunicación. Al parecer: los idóneos para realizar el video con el que soñaban los jóvenes. 

Plan de rodaje

¿Qué estrategia utilizar para acercarse a un joven como Samir, quien no conoció a su padre y cuya joven madre antes que pensar en cualquier otra cosa que tenga que ver con su vida debe velar primero por dar de comer a sus tres hermanitos? ¿Cómo enseñarle a Cristian a manejar una cámara si su concentración está parcialmente afectada por el consumo de drogas y por ahora quiere que nadie se dé cuenta de que lleva un cuchillo debajo de su camisa? ¿Cómo mantener  la atención de Kevin, si en ese mismo momento está pensando en cómo pagar una deuda que, de no hacerlo, le costará la vida? La respuesta la tiene el poeta danés Hans Christian Andersen: “Cuando las palabras fallan, la música habla”.

Si hay algo que mantiene en pie a estos jóvenes, y me atrevería a decir que a gran parte de esa Cartagena olvidada que, junto a Cali, es la cuidad de mayor pobreza extrema de Colombia, es la música. Esas notas champetudas que suenan desde primera hora en un celular, un televisor o un picó y con un reflejo automático ponen a todos a mover las caderas sin importar el hambre, la exclusión o la tristeza son el oxígeno que no los deja ahogar en ese mar contaminado de corrupción y miseria. 

Así que cuando se les propuso un video musical las cosas fueron a otro precio. Todos tenían una historia por contar. Kevin mostró desde su celular una canción que había grabado. Samir contó sobre sus colaboraciones en producciones con reconocidos artistas. Jhon Luis y Jerson cambiaron su mirada. Isaac alzó su camisa y dejó ver el tatuaje del Real Cartagena al tiempo que coreaba una barra de cumbia villera. Iván, productor de Labzuca, quien había viajado desde su natal Cazucá a conocer esa Cartagena de la que tanto le habían hablado, dejó salir notas de champeta de su guitarra para que comenzara la fiesta.

De la mano de Nicolás Gori, músico y pedagogo de la Fundación Tiempo de Juego, comenzó un taller práctico de cuatro semanas dividido en ocho sesiones. El propósito fue producir un videoclip de champeta en el que los muchachos fueran los protagonistas de principio a fin y pudieran expresar lo que estaban sintiendo.

En la Fundación Talid, en una casa amplia a mitad de cuadra del barrio Torices, se realizó la primera sesión que consistió en un taller de escritura del que nació la letra de la canción. En la segunda se familiarizaron y aprendieron los roles de producción bajo las frondosas ceibas y los enormes alicantes del Centro Zonal de la Virgen del ICBF. En la tercera, primer día de rodaje, fueron citados a las 7:00 am en este mismo lugar, en medio de un aguacero torrencial, y nadie llegó después de la hora pactada. En la cuarta comenzaron a grabar las voces, y en la quinta caminaron libres cantando su canción por las mágicas y turísticas calles de Getsemaní que se niegan a perder sus raíces.

Dos bailarinas que se juegan el pan de cada día al lado de shakiras con bigotes, dobles de Michael Jackson, perritas que caminan de aquí para allá con la camiseta de la Selección Colombia y raperos que componen estrofas instantáneas ofreciendo un show macondiano de nuestra era a los miles de turistas que visitan el centro amurallado llegaron a la playa de la Boquilla a la sexta sesión, en la que se produciría la escena de una fiesta y en la que los jóvenes comenzaron a darse cuenta de que, así fuera por un día, podían ser los protagonistas de su propia vida. De su propio video.

En la sexta sesión, Cristian, Samir e Isaac navegaron el río Manzanares en compañía de Natalia Reyes, la actriz que interpretó a Leidy, la vendedora de Rosas, y quien ahora tiene un papel protagónico en Terminator 3. Entre manglares, bordeando la Ciénaga de la Virgen, volvieron a cantar la canción que ellos mismos compusieron haciendo énfasis en la estrofa que habla de que es posible cambiar el mundo.

Quizás, cuando llegaron a tierra firme, la pobreza de ese muelle los llevó de vuelta a la realidad y les recordó que hacen parte de los cuarenta mil cartageneros que viven con menos de un dólar al día. Y es que es verdad que navegar con una actriz no le va a cambiar la vida a nadie ni con esto van a cambiar ningún mundo. No le va a pagar la deuda a Kevin y, cuando en la noche Samir llegue a su casa, a pesar de haber sido la voz principal, otra vez va a tener que esperar a que coman sus hermanitos a ver si de las sobras él se puede echar algo al estómago. 

Pero quizás mañana cuando se levanten y piensen en qué hacer para sobrevivir se den cuenta de que drogarse o pelear a cuchillo y piedra bajo la lluvia no es la única forma que existe para llenar los vacíos de sus vidas. Quizás, después de grabar un video, sin saberlo sientan que su cerebro generó la dopamina suficiente para obtener la adrenalina que les hace falta, y se den cuenta de que cuando se está en la buena termina uno hasta cantando al lado de la protagonista de la novela. Quizás Isaac continúe con la idea de ser productor audiovisual y, entonces, todo habrá valido la pena. 

 El concierto

¿Cómo terminar este proceso? ¿En dónde hacer la escena del concierto que aparece en casi todos los videoclips? ¿Qué público podría entender mejor que a los que están en la tarima les tocó seguirle la disciplina a un rodaje, dejar de trabajar, aguantarse la abstinencia y no caer en las tentaciones que podían solucionar sus problemas más próximos?

Con el apoyo del ICBF, la Fundación Talid y la Fundación Hogares Claret -operador de Asomenores- se gestionó que fuera el CAE de Turbaco el lugar para la presentación. Ahí, donde más de cien menores, llamados infractores de la ley, luchan día a día por entender por qué les tocó pelear una guerra que no era la suya. La guerra de la indiferencia, la supervivencia, el abandono.

Charles King y Louis Towers, quienes tanto han caminado esos barrios marginales, y eso sumado al folclor y la alegría que se respira en la Ciudad Heroica y que ha sido la inspiración de sus canciones, quisieron también sumarse a la fiesta. 

Previo a la presentación, Cristian Arévalo, de Claret, reunió en un salón a los once jóvenes artistas y para evitar alguna riña o altercado les preguntó si alguno tenía algún problema pendiente con los muchachos recluidos. “Puede que sí, puede que no, mi hermano” -contestó Cristian con su mezcla de desfachatez y sinceridad-, “pero nosotros venimos aquí a otra cosa, nosotros venimos a demostrarles que sí se puede estar en paz con uno mismo”.

Con esa consigna salieron para la cancha. Con su palabra como único salvoconducto. Hubo miradas, saludos, abrazos, preguntas y recuerdos. Hubo cantos, aplausos y baile. Hubo música y champeta para volver a confiar.  

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