Segundo tiempo

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Un cristo de yeso mutilado bajo los escombros de una iglesia en la que murieron ciento diecinueve personas es la imagen que simboliza la masacre de Bojayá, ocurrida el 2 de mayo de 2002. Es la foto que le dio la vuelta al mundo; es la escalofriante escena que nos recuerda que ni bajo el manto de Dios estamos a salvo.

Esa mañana de mayo, Leonel Bedoya, quien a sus doce años fungía como colaborador del Padre Rogelio Antún  y entre sus deberes estaba el de organizar partidos de fútbol, también se refugió en la iglesia para protegerse de los combates que se venían presentando. Él estaba allí, cantándoles canciones a los niños chiquitos para tranquilizarlos, cuando la guerrilla de las FARC lanzó un cilindro bomba como parte de su ofensiva contra los grupos paramilitares. 

La región del Pacífico colombiano se había convertido en ese entonces en un escenario de guerra. Los grupos armados ilegales buscaban apoderarse de las tierras y de las rutas marítimas para establecer territorios de siembra de coca y transporte de cocaína. Casi 100.000 víctimas fatales dejó el conflicto armado solo en esta zona. El 30% eran civiles. Según cifras del Centro de Memoria Histórica, 550.000 personas tuvieron que dejar sus tierras. 

Leonel no hizo parte de los cuarenta y nueve menores que fallecieron. A él no se le quemaron las piernas como a su primo Leison de nueve años. Ni murió asfixiado como Asdrúbal, de diez. Él no murió descalabrado cuando el techo se desplomó, como Diana y Carmelino de tres y siete, respectivamente. 

Él se despertó en un hospital tres días después, confundido, triste, aterrorizado, y poco a poco fue entendiendo que ya no volvería a ver a muchos integrantes de su familia. Tampoco a sus amigos.

Los fotógrafos, videógrafos, periodistas, antropólogos, sociólogos, entre otros que fueron a registrar con sus cámaras lo ocurrido, nunca pensaron en abrir su diafragma. Para qué si un cristo sin cabeza en una iglesia destruida lo decía todo. 

A unos pocos metros a la derecha de la iglesia estaba la cancha de fútbol. Esa que Leonel tanto extrañaba en su nueva vida lejos de su tierra, pues él, al igual que setecientos cuarenta bojayaceños, tuvo que dejarlo todo y salir desplazado. 

A esa cancha llevaron los cuerpos mientras llegaba la Cruz Roja. Allí velaron a los niños que días antes jugaban con temor pero resignados a su suerte. Ahí quedaron sepultados los sueños de Leonel Bedoya, quien algún día, mientras entrenaba en ese terreno a orillas del río Atrato, soñó con ser futbolista.

Segundo tiempo

Son las nueve de la mañana del sábado 17 de noviembre de 2018, han pasado dieciséis años desde la masacre y el municipio de Bellavista, en el departamento del Chocó, donde se intenta reconstruir Bojayá, recibe a unos ilustres visitantes.

Se trata de trescientos niños que habitan diferentes corregimientos que bordean el río Atrato, quienes han sido invitados a jugar fútbol en el marco del Festival GOL&PAZ, un evento organizado por el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania y la Red Fútbol y Paz que busca utilizar el fútbol como una herramienta para la reconciliación en tiempos de posguerra en Colombia.

En diferentes pangas llegan niños que solo salen de sus corregimientos cuando tienen una urgencia médica. Pero esta vez no hay dolor, solo la ansiedad de unos pequeños que saben que van a jugar un torneo de fútbol. 

En una especie de catarsis, Leonel intenta que se cumplan los sueños de los demás e intenta explicarles a los futbolistas que en los partidos de este festival no ganará el que meta más goles sino el que se comporte mejor en la cancha. Les dice, con la paciencia de un pedagogo empírico, que jugarán sin árbitro para que ellos mismos aprendan a resolver sus diferencias. Y les sentencia que cada equipo tendrá que alinear mujeres con el propósito de trabajar la equidad de género.

Leonel está acá porque sí. Porque le da la gana. Porque simplemente cree que el fútbol puede ayudar a que los niños estén mejor y no repitan la historia de terror que a él le tocó vivir. 

Quizás por eso desde hace más de diez años entrena a niños tres veces por semana sin que nadie le pague un centavo. Sin que nadie le dé unos uniformes y menos unos refrigerios. Reemplazando la cancha con un pedazo de tierra que se inunda cuando llueve y es un polvero cuando hace sol. 

En el marco del proyecto GOL&PAZ, Leonel viajó a Medellín y se capacitó para contar con más herramientas pedagógicas y así trabajar mejor con sus pupilos. Conoció a otros cien líderes que como él quieren volver a su tierra y transformar el país con una pelota de trapo.

Bajo el húmedo calor de Bojayá el festival transcurre y poco a poco los niños entienden las reglas de juego: las  que hablan de respetar al rival, de incluir a la mujer, de celebrar los goles con baile y alegría.  

Y mientras tanto Leonel siente que está comenzando el segundo tiempo. Mientras observa a esos pequeños a los que la guerra de este país les ha negado su derecho al juego, él siente que llegó la hora de la revancha. Y esta vez no está dispuesto a perder. 

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