domingo, mayo 19, 2024

Infografía Fútbol por la paz

Hace veinte años, organizaciones que hoy trabajan con el fútbol como modelo de desarrollo entendieron que una pelota de trapo era la única herramienta que les quedaba para sobrevivir. Colombia vivía entonces los peores años de su sangrienta historia de violencia y, entre minas antipersona y combates, algunas comunidades utilizaban el fútbol como una estrategia para distraer a los niños y sacarles alguna sonrisa. 

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Cambiando el juego en El Tarra

Que truene el fútbol

En medio del Catatumbo, una de las regiones colombianas más golpeadas por el conflicto armado, Carlos* siguió un camino diferente al de la mayoría de sus compañeros. Vea cómo su resolución y el fútbol fueron la clave. 

Tierra del trueno, ese es el significado de la palabra Catatumbo en lengua barí, la de los indígenas motilones. Fue ahí, en esa región de diez municipios ubicada en plena Cordillera Oriental, donde el conflicto armado descargó buena parte de su cólera. Esta tierra tronó por muchos años con el sonido de los fusiles, las granadas y las bombas. Aún hoy, los ecos de la guerra siguen retumbando. 

En 1999, los paramilitares llegaron a esta zona para quitarle a la guerrilla el control del narcotráfico y sus rutas de salida del país, pues se trata de una región fronteriza con Venezuela. Su primer blanco fue un corregimiento llamado La Gabarra, adonde entraron a sangre y fuego cerca de ciento cincuenta paramilitares, provocaron un apagón y asesinaron a treinta y cinco personas en un solo día. 

Carlos López* aún no había nacido cuando eso ocurrió, pero sus padres fueron testigos de la masacre, y del dolor y el miedo que causó. Ellos, civiles inocentes, tuvieron que esconderse donde un vecino porque les dijeron que a él lo iban a matar. ¿Por qué? Porque sí. 

Y “porque sí” el conflicto armado dejó en el Catatumbo 219.000 personas desplazadas, 17.000 muertas y 3000 desaparecidas, según el registro oficial de víctimas. 

Años después de la masacre, los padres de Carlos decidieron irse a vivir a El Tarra, otro municipio del Catatumbo, que aunque también era territorio en guerra, los hacía sentir más tranquilos.

Para llegar hasta allá, se necesitan ocho horas en carro desde Cúcuta, la capital del departamento. La mitad del camino se hace por carretera pavimentada, pero cuando esta se termina pareciera que terminara también el Estado, la legalidad. De ahí para adelante la carretera es destapada, los carros se tanquean con gasolina ilegal -traída de Venezuela- y las montañas están tapizadas de cultivos de coca.

Según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos, El Tarra es uno de los diez municipios con más cultivos de coca en el país, con 4301 hectáreas. La coca ha permeado su cultura, su idiosincrasia, y es la razón por la que la paz resulta tan esquiva en esta zona. 

La excepción a la regla

Hoy Carlos tiene diecinueve años y está a punto de graduarse del único colegio del pueblo. Se demoró en hacerlo porque durante cuatro años estuvo raspando hoja de coca, como lo hacen muchos de sus compañeros. Dice que se metió en eso por ayudar a su familia, pues tiene diez hermanos y muchas necesidades. Como era ágil, se hacía hasta 100.000 pesos diarios, es decir, dos millones mensuales (625 dólares), nada mal si se tiene en cuenta que el salario mínimo en Colombia es de 828.000 pesos (255 dólares).

Lo peor de ese dinero “fácil” es que los jóvenes no lo usan para salir de ese círculo de violencia del que son víctimas. Normalmente se lo gastan en los billares, que abundan en todos los pueblos de la región y que solo les ofrecen alcohol, apuestas y mujeres, a veces niñas, a las que les han enseñado que es mejor ganarse la vida vendiendo su cuerpo que estudiando o trabajando. Y por eso mismo, muchas menores venezolanas han llegado en busca de sustento para sobrevivir. 

Pero Carlos es la excepción a la regla. Él sintió que ese no era el camino, que seguir por ahí no le iba a permitir cumplir su sueño de estudiar administración de empresas y de tener una familia. Por eso dejó el trabajo de raspachín, volvió al colegio y gracias a su pasión por el fútbol conoció la Red Fútbol y Paz, específicamente el proyecto Construir Jugando con la Selección, operado en El Tarra por las fundaciones Fútbol con Corazón y Juventud Líder.

Desde hace poco más de un año, este proyecto ha permitido que más de ciento treinta niños de la región tengan una opción diferente, saludable y divertida de pasar su tiempo libre. Como Carlos, que pudo volver a las canchas, esas de las que tuvo que huir cuando niño por el sonido de las ráfagas de fusil y el peligro de una bala perdida, esas que un día lo pusieron a soñar con ser futbolista profesional y que ahora le brindan una oportunidad. La oportunidad de divertirse, de viajar y de ayudar a otros, pues desde hace unos meses se convirtió en monitor del programa y allí descubrió que tiene una gran capacidad de liderazgo que puede utilizar para enseñar y guiar a los más pequeños. 

Enseñarles, por ejemplo, que el fútbol no tiene género, raza ni condición social, que a través del mismo se aprenden valores y habilidades para la vida, que se puede jugar sin árbitro y celebrar el gol del oponente y que, así como es posible cambiar el juego, es posible cambiar la vida. 

*Nombre modificado

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Cambiando el juego en Quibdó

Nunca es tarde

Eran casi las cuatro de la tarde y desde la ventana del cuarto piso del edificio del Banco de la República, en el centro de Quibdó, comenzamos a ver el atardecer que pintaba de colores el río Atrato.

Richard Flórez consiguió este espacio para reunirnos por primera vez con doce líderes deportivos que, como él, serían la columna vertebral del programa Construir Jugando, de la Fundación Selección Colombia, que nació el día en que Colombia clasificó al Mundial de Brasil de 2014. 

Todavía no sabemos qué les dijo el ‘Profe’ Pekerman a los jugadores en el intermedio del partido contra Chile, en el que nos jugábamos la clasificación. El caso fue que después de ir perdiendo 3 a 0, y cuando parecía que veríamos otro Mundial  por televisión, la selección salió a devorarse la cancha del Metropolitano y con un inolvidable hattrik de Falcao empatamos el partido y volvimos a una Copa del Mundo después de dieciséis años.

Por razones laborales Fernando Jaramillo, vicepresidente de Asuntos Corporativos de Bavaria, vio ese partido en la ciudad costera de Durban, Sudáfrica, en compañía de Karl Lippert, presidente para Latinoamérica de SABMiller.

Fue tal la euforia que generó la clasificación en Jaramillo -y la que se vivió en cada rincón de Colombia- que, junto con Lippert, pensaron que el fútbol tenía que utilizarse con un propósito más loable que el netamente comercial.

De esta manera fue como Bavaria se puso la camiseta y decidió donar 125 millones de pesos por cada gol que anotara la Selección en Brasil, y que de ahí surgiera el capital semilla de esta iniciativa. 

Así nació la idea de la Fundación Selección Colombia que, tres años después, tenía su primera reunión en una ciudad que respira y vibra con el fútbol, pero a la que también le ha tocado sufrir los peores embates de la guerra en Colombia.

Después de darle vueltas al asunto, empresarios y personas cercanas al fútbol, que fueron llamados a tomar las riendas del proyecto, guiados también por la Red Fútbol y Paz, la cual reúne a once fundaciones que trabajan el fútbol como modelo de desarrollo en Colombia, decidieron recorrer los barrios más populares de Quibdó, esta vez no en busca de jóvenes promesas, sino de ‘profes’ de barrio que quisieran trabajar con los niños utilizando el fútbol como herramienta.

Casi cuatro años después, el 4 de febrero de 2017, en ese salón con vista privilegiada, se celebraba la primera reunión con esos líderes y comenzaba la transferencia metodológica de un modelo de desarrollo exitoso en más de cien países en el mundo, conocido como Fútbol por la Paz.

Toda la capacitación, en la que estos hombres y mujeres  reciben nuevas herramientas para continuar un trabajo que llevan haciendo por años sin ninguna remuneración  en los barrios más necesitados de Quibdó, fue amenizada con algo de funk que provenía del salón vecino. 

Al salir nos percatamos de que se trataba de un grupo de jóvenes ensayando para una presentación de danza contemporánea, quienes bailaban con un nivel que sin duda les permitiría actuar en cualquier escenario internacional.

Y como dice Luis Gilberto Murillo, exgobernador del Chocó,  la cultura y el deporte son, y en especial el fútbol y la danza, las armas que encontraron los jóvenes de la región Pacífica para hacerle frente al conflicto social y armado que les ha tocado vivir. 

Esa tarde, al salir del Banco de la República y mientras esperábamos un taxi bajo la lluvia que en pocos segundos desplazó aquel sol majestuoso, nos percatamos de una fila interminable de población indígena y afrodescendiente que esperaba desde hacía varias horas por un subsidio alimenticio para población desplazada. Niños, mujeres y ancianos comenzaban a perder la calma. La desesperanzadora imagen nos hizo perder la euforia que nos habían generado los jóvenes bailarines. 

Según la Defensoría del Pueblo, Quibdó es la segunda ciudad del país que recibe a más desplazados en Colombia  con cifras que alcanzan las 150.000 personas en los últimos cinco años. A esto se suma que el 62.8% de la gente vive en situación de pobreza (con menos de un dólar al día) y ostenta el récord de mayor corrupción y necesidades básicas insatisfechas en Colombia.

Quienes llegan desplazados de sus regiones de origen compiten para sobrevivir contra otros -los locales- que tienen muy poco, lo que agudiza el conflicto social generando problemas de microtráfico y pandillas que conforman los más jóvenes: los llamados hijos de la guerra.

Esa misma tarde, desde el taxi en el que nos dirigíamos al barrio Villa España al norte de Quibdó -donde opera la Fundación- escoltados por algunos líderes en sus motos,  el medio de transporte que predomina en la zona, vimos una escena que se repite a diario: muchachos en pantaloneta y tenis, con el torso desnudo, enfrentados con armas de fuego. 

Ellos conforman las veintiocho pandillas que según la Alcaldía de Quibdó hay en la ciudad y son la razón por la que en muchas ocasiones se suspenden los entrenamientos del proyecto. 

Y sin embargo a Villa España vuelve la esperanza. En una cancha de piedra en la que los niños juegan descalzos, una asociación de jóvenes desplazados conocida como AJODENIU ha logrado, a punta de resistencia y perseverancia, ofrecerles alternativas diferentes a niños y jóvenes a través de actividades culturales y deportivas. 

Algunos líderes de AJODENIU y noventa niños de este sector hoy pueden seguir haciendo lo que hacen, con mejores herramientas, materiales y capacitación gracias al apoyo de la Fundación Selección Colombia. Solo en Quibdó ya son veinte los líderes capacitados y más de mil quinientos los niños beneficiarios. Este proyecto además se replica en Timbiquí, Cauca, El Tarra, Norte de Santander, y próximamente en otros municipios del país golpeados fuertemente por el conflicto armado. 

El pasado 28 de noviembre de 2018 también se unieron a este equipo el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania y streetfootballworld, y permitieron que diez líderes y trescientos niños de municipios aledaños a Quibdó se sumaran al proyecto.

“Esto es quizás lo más significativo: Jugar en equipo y demostrar cómo todos podemos ir aportando para generar más impacto y mejorar la calidad de vida de los niños y niñas usando el balón como herramienta. Aquí estamos la empresa privada, las organizaciones sociales, los cooperantes internacionales y, lo más importante, la comunidad”, afirma Ana Arizabaleta, directora de la Fundación Selección Colombia. 

En medio de contrastes fue terminando aquella noche en Quibdó. La mayoría de los líderes tomaron sus motos para regresar a sus casas, en donde al otro día estarán los niños esperando por ellos para un nuevo entrenamiento. 

Ellos son conscientes de que su responsabilidad es alta. Ya no solo son entrenadores para sacar una sonrisa o tener la suerte de que alguno de sus pupilos se convierta en jugador profesional. Ahora, de su trabajo depende que las cosas comiencen a cambiar. 

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Cambiando el juego en Corinto

Más que talento

En Corinto, Cauca, lograron dos cosas que parecían imposibles: que niños aficionados al fútbol llegaran a ligas mayores y, principalmente, que muchos otros le encontraran un atajo a la guerra. 

Eduardo Molina sabía que muchos niños de su región, apartada y descuidada, soñaban con ser futbolistas profesionales, y él estaba dispuesto a luchar para lograrlo. Pero además se le metió en la cabeza que el fútbol podría convertirse en un escudo que los protegiera del incesante conflicto armado. Fue así como, en medio de las montañas y los ríos del departamento del Cauca, creó la Fundación Talentos hace trece años. 

Sus dos ideas eran retos enormes. Para que un niño escale y llegue a la primera división del fútbol necesita más que aptitud. Como en muchos países, en Colombia ese camino está colmado de entresijos, con envidias y hasta corrupción. Y lo otro, eso de protegerlos de las problemáticas de la violencia, sí que era una utopía en aquellos tiempos.

El departamento del Cauca ha sido uno de los más afectados por la guerra que ha vivido Colombia durante los últimos sesenta años. Todos los grupos armados ilegales se han asentado en esta zona. No solo las guerrillas, que tuvieron su génesis en esta región, sino también muchos otros se percataron de la posibilidad de esconderse entre la neblina y la vegetación espesa y le encontraron provecho a su ubicación geográfica privilegiada: por un lado, conecta a los departamentos del Valle, Tolima y Huila y, por el otro, su cercanía al océano Pacífico facilita la salida de droga al exterior.

Continuos combates, minas antipersona, reclutamiento forzoso y la codicia de los grupos armados por apropiarse de tierras indígenas se habían convertido en el día a día de los caucanos.

Primeros pases 

Corría entonces el año 2006 cuando Molina, con su paso firme y sus 1.90 metros de estatura, comenzó su gesta. Primero, se aprovechó de las vacaciones, cuando resultaba más fácil convocar a los niños, y ante la masiva asistencia se dio cuenta de que era posible armar la escuela todos los días. 

Su mayor inspiración fue ver cómo en zonas como Toribío indígenas de todas las edades empezaban a usar el fútbol para resistir a la guerra, y los partidos solo cesaban cuando los combates se hacían muy intensos. Cuando se alejaban las balas, otra vez volvía a rodar el balón. 

Hacia finales de 2007, Molina conoció en Medellín a un grupo de personas que, a raíz de la muerte del futbolista Andrés Escobar, habían creado una iniciativa en la que utilizaban el fútbol para promover la paz, resolver conflictos por medio del diálogo y trabajar temas de género. 

Esa metodología traspasó fronteras y hoy la practican más de cien organizaciones alrededor del mundo, todas conectadas por medio de una red llamada streetfootballworld. 

Molina adoptó dicha metodología para su escuela y eso lo llevó a conocer otras organizaciones en Colombia que también utilizan este deporte como modelo de desarrollo. A partir de entonces comenzó un trabajo colectivo en el que todas intercambian conocimiento. Más tarde conformarían la Red Fútbol y Paz.  

Lo inalcanzable

Pasaron algunos años y, justo cuando la guerra se hacía más intensa en el Norte del Cauca y en especial en Corinto, municipio donde Talentos tiene su sede principal, las buenas noticias y la recompensa a la dedicación comenzaron a llegar. 

Jugadores como Pablo Mina, formados en la Escuela Huracán de la Fundación Talentos, se convertían en estrellas del fútbol nacional. Pero eso era apenas el comienzo. El 23 de mayo de 2013, Cristian Zapata, otro joven formado en la escuela, firmó con el Milán de Italia y luego fue convocado a la Selección Nacional.

Molina, sus compañeros y los niños se daban cuenta de que su sueño sí era posible. Pero además, eso que al principio parecía incluso aún más quijotesco, estaba sucediendo: muchos jóvenes habían comenzado a hacerle el quite al conflicto, y ya no se dejaban reclutar por los grupos armados ni se mostraban interesados en ese cuento de cultivar cocaína y marihuana. Ahora se sentían más cómodos con sus actividades deportivas y comenzaban a encontrarle atajos a la guerra. 

Ya en ese punto, Talentos quiso ir más allá del fútbol. Sumó a sus actividades talleres de arte y comunicaciones y enfocó su trabajo en generar culturas de paz. 

Es evidente que Molina superó aquellos enormes retos. En el Festival Gol&Paz que se celebró el 12 de diciembre de 2018 en el estadio municipal de Corito, Cauca, se pudo dar fe de ello. Más de trescientos niños, muchos de ellos indígenas, acudieron libremente desde diferentes veredas para participar. Fueron guiados por jóvenes que se han convertido en líderes y que han tomado las riendas del proyecto. “Siempre sonarán los fusiles y nos falta mucho tiempo para alcanzar la paz, pero lo importante es que ahora suenan más duro los balones y las risas de los niños”, afirmó Lisbeth Tombe Noscue, una líder de dieciocho años formada en este proceso, y quien a punta de pulso y dedicación se ha convertido en un referente para los niños. 

Como Lisbeth, muchos otros jóvenes hoy toman las riendas de estos proyectos. Incluso, muchos ya no sueñan con ser futbolistas profesionales, solo quieren que su labor sirva para llevar la paz a su territorio. 

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Cambiando el juego en Siloé

El salvador

En el que quizá es el sector más problemático de Cali, la adrenalina del fútbol reemplazó para muchos jóvenes las dinámicas delincuenciales del narcotráfico. Hoy, las famosas fronteras invisibles entre los barrios son desafiadas y superadas gracias al deporte. 

El 3 de diciembre de 1993, tras dar de baja a Pablo Escobar Gaviria, uno de los narcotraficantes más temidos de la historia, la DEA tenía claro su siguiente objetivo: el Cartel de Cali.

Colombia vivía sus peores años. La guerra del narcotráfico ocasionaba una ola de terror sin precedentes en el país. Basta recordar que en la década de los noventa esa ola dejó más de cinco mil muertos. Esto incluyó cuarenta carros bomba con centenares de víctimas inocentes, decenas de secuestros, setecientos policías asesinados tan solo en un año en Medellín, además de decenas de jueces, magistrados, ministros, periodistas, congresistas y tres candidatos presidenciales muertos.

En medio de ese escenario, ahora sin Escobar pero con la DEA respirándole en la nuca, el Cartel de Cali decidió replicar lo sucedido en las comunas de Medellín. Tenía claro que para sobrevivir necesitaba reforzar su ejército de terror, y qué mejor lugar para encontrar sus soldados que en los barrios vulnerables llenos de jóvenes sin estudio ni empleo, dispuestos a jugarse la vida como sicarios por cualquier centavo, dispuestos a todo para salir del fango. 

La tentación

Alfaro Camacho era uno de ellos. A su esquina llegaron varias veces las propuestas y, según él, sería mentir si dijera que no estuvo tentado. “Con la olla vacía todas las posibilidades son válidas. Veíamos amigos que llegaban con tenis nuevos, motos y dinero, y entonces parecía una buena opción”, dice Alfaro desde un mirador de Tierra Blanca, uno de los barrios más representativos de Siloé, Cali, en donde hace una de sus paradas el cable que transporta a sus catorce mil habitantes.

A Siloé lo conforman catorce barrios, donde se dan cita las mayores problemáticas del país: desempleo, microtráfico, violencia, hambre. Y como siempre los niños y los jóvenes son las principales víctimas.

Alfaro quizá las sufrió todas. A sus quince años le faltaban dos para graduarse del colegio, y durante toda su vida le habían repetido que estudiar era lo que debía hacer. Lo que no tenía claro era cómo conseguir los recursos para lograrlo. 

En cada esquina de su barrio emergían expendios de droga que fueron alimentando una guerra interna por territorios. Las conocidas fronteras invisibles. “Ya no se podían cruzar algunas calles porque era estar en barrio enemigo, y solo vivir en un sitio u otro te dejaba un estigma. Así murieron algunos de mis amigos”, cuenta.

A diferencia de muchos, él no se dejó tentar y a pesar de la difícil situación se dedicó a la construcción. Hacía de las suyas para hacerle el quite a la violencia y consiguió los recursos para graduarse del colegio. 

De galletas y fútbol

Un día abrieron en su barrio un centro cultural. Y aunque inicialmente pareció poco significativo, esto le cambió la vida a varios jóvenes. Quizá se las salvó. Alfaro inició un curso de panadería, y recuerda cuánto le impresionó darse cuenta de que las galletas duras que él hacía servían de gancho para que muchos niños llegaran a la escuela. 

De ahí y de su pasión por el fútbol le surgió otra idea. Ya con los niños motivados, ¿por qué no sumarle un balón a ese cuento? De repente, Alfaro era el “profe” de más de cien pequeños que querían cambiar su forma de vivir en el barrio.

Pero cada vez llegaban más y las necesidades se hacían mayores, y fue justo en ese momento, en el año 2010, cuando apareció la organización SIDOC con su programa Fútbol para la Esperanza. “Llegaron con ese cuento de Fútbol por la Paz y de jugar con las niñas y trabajar los valores. Y eso era precisamente lo que nosotros necesitábamos. Llegaron en el momento oportuno a darnos un empujón y a brindarnos las herramientas para trabajar de una mejor manera”, dice Alfaro emocionado. 

Así, Fútbol para la Esperanza se convirtió en un espacio seguro para los niños y los jóvenes de Siloé. La adrenalina que generaban jugando partidos y torneos comenzó a reemplazar la que generaban aquellas dinámicas delincuenciales. Entendieron que era mejor tener una vida tranquila, feliz y saludable, y que el dinero fácil solo traía problemas.

Las fronteras invisibles también comenzaron a ser superadas gracias al fútbol, y tal vez el Festival Gol&Paz, en el que el pasado 4 de diciembre participaron niños y jóvenes de todos los barrios de Siloé, es una prueba de ello. “Con este pretexto ahora todos convivimos y nos integramos”, comenta Alfaro. “Los pelados se encuentran en un escenario diferente y eso permite otro tipo de relaciones”. 

El Festival logró además reunir a otras fundaciones que hacen un trabajo similar en otros sectores de Cali, como la organización Golazo de la Fundación Carvajal. De esta manera no solo se divierten los niños, sino que también las organizaciones generan intercambios de conocimiento, complementan sus herramientas y empoderan a personas que, como Alfaro, comienzan a transformar los liderazgos de la zona. 

Y así, muchos como él, sin darse cuenta, se convierten en ángeles salvadores. “Los muchachos vienen y me dicen: ‘Gracias Alfaro, usted me salvó la vida’”. Y entre risas sentencia: “Ahí es cuando uno siente que todo ha valido la pena”.

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Cambiando el juego en Bojayá

Segundo tiempo

Un cristo de yeso mutilado bajo los escombros de una iglesia en la que murieron ciento diecinueve personas es la imagen que simboliza la masacre de Bojayá, ocurrida el 2 de mayo de 2002. Es la foto que le dio la vuelta al mundo; es la escalofriante escena que nos recuerda que ni bajo el manto de Dios estamos a salvo.

Esa mañana de mayo, Leonel Bedoya, quien a sus doce años fungía como colaborador del Padre Rogelio Antún  y entre sus deberes estaba el de organizar partidos de fútbol, también se refugió en la iglesia para protegerse de los combates que se venían presentando. Él estaba allí, cantándoles canciones a los niños chiquitos para tranquilizarlos, cuando la guerrilla de las FARC lanzó un cilindro bomba como parte de su ofensiva contra los grupos paramilitares. 

La región del Pacífico colombiano se había convertido en ese entonces en un escenario de guerra. Los grupos armados ilegales buscaban apoderarse de las tierras y de las rutas marítimas para establecer territorios de siembra de coca y transporte de cocaína. Casi 100.000 víctimas fatales dejó el conflicto armado solo en esta zona. El 30% eran civiles. Según cifras del Centro de Memoria Histórica, 550.000 personas tuvieron que dejar sus tierras. 

Leonel no hizo parte de los cuarenta y nueve menores que fallecieron. A él no se le quemaron las piernas como a su primo Leison de nueve años. Ni murió asfixiado como Asdrúbal, de diez. Él no murió descalabrado cuando el techo se desplomó, como Diana y Carmelino de tres y siete, respectivamente. 

Él se despertó en un hospital tres días después, confundido, triste, aterrorizado, y poco a poco fue entendiendo que ya no volvería a ver a muchos integrantes de su familia. Tampoco a sus amigos.

Los fotógrafos, videógrafos, periodistas, antropólogos, sociólogos, entre otros que fueron a registrar con sus cámaras lo ocurrido, nunca pensaron en abrir su diafragma. Para qué si un cristo sin cabeza en una iglesia destruida lo decía todo. 

A unos pocos metros a la derecha de la iglesia estaba la cancha de fútbol. Esa que Leonel tanto extrañaba en su nueva vida lejos de su tierra, pues él, al igual que setecientos cuarenta bojayaceños, tuvo que dejarlo todo y salir desplazado. 

A esa cancha llevaron los cuerpos mientras llegaba la Cruz Roja. Allí velaron a los niños que días antes jugaban con temor pero resignados a su suerte. Ahí quedaron sepultados los sueños de Leonel Bedoya, quien algún día, mientras entrenaba en ese terreno a orillas del río Atrato, soñó con ser futbolista.

Segundo tiempo

Son las nueve de la mañana del sábado 17 de noviembre de 2018, han pasado dieciséis años desde la masacre y el municipio de Bellavista, en el departamento del Chocó, donde se intenta reconstruir Bojayá, recibe a unos ilustres visitantes.

Se trata de trescientos niños que habitan diferentes corregimientos que bordean el río Atrato, quienes han sido invitados a jugar fútbol en el marco del Festival GOL&PAZ, un evento organizado por el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania y la Red Fútbol y Paz que busca utilizar el fútbol como una herramienta para la reconciliación en tiempos de posguerra en Colombia.

En diferentes pangas llegan niños que solo salen de sus corregimientos cuando tienen una urgencia médica. Pero esta vez no hay dolor, solo la ansiedad de unos pequeños que saben que van a jugar un torneo de fútbol. 

En una especie de catarsis, Leonel intenta que se cumplan los sueños de los demás e intenta explicarles a los futbolistas que en los partidos de este festival no ganará el que meta más goles sino el que se comporte mejor en la cancha. Les dice, con la paciencia de un pedagogo empírico, que jugarán sin árbitro para que ellos mismos aprendan a resolver sus diferencias. Y les sentencia que cada equipo tendrá que alinear mujeres con el propósito de trabajar la equidad de género.

Leonel está acá porque sí. Porque le da la gana. Porque simplemente cree que el fútbol puede ayudar a que los niños estén mejor y no repitan la historia de terror que a él le tocó vivir. 

Quizás por eso desde hace más de diez años entrena a niños tres veces por semana sin que nadie le pague un centavo. Sin que nadie le dé unos uniformes y menos unos refrigerios. Reemplazando la cancha con un pedazo de tierra que se inunda cuando llueve y es un polvero cuando hace sol. 

En el marco del proyecto GOL&PAZ, Leonel viajó a Medellín y se capacitó para contar con más herramientas pedagógicas y así trabajar mejor con sus pupilos. Conoció a otros cien líderes que como él quieren volver a su tierra y transformar el país con una pelota de trapo.

Bajo el húmedo calor de Bojayá el festival transcurre y poco a poco los niños entienden las reglas de juego: las  que hablan de respetar al rival, de incluir a la mujer, de celebrar los goles con baile y alegría.  

Y mientras tanto Leonel siente que está comenzando el segundo tiempo. Mientras observa a esos pequeños a los que la guerra de este país les ha negado su derecho al juego, él siente que llegó la hora de la revancha. Y esta vez no está dispuesto a perder.