sábado, mayo 18, 2024
- “TACHUELA” Y EL FRACASO DE LA POLÍTICA DE LAS DROGAS EN LAS CIUDADES -

La estrategia de la lucha contra las drogas parece no solo estar fallando en la aspersión de glifosato y en la persecución a los raspachines de los cultivos de coca y amapola en las zonas rurales afectadas por el conflicto armado. En los barrios periféricos de las principales ciudades del país también se están dando pasos en falso que terminan frustrando los sueños y proyectos de vida de los jóvenes. 

Tras acompañar durante más de un año una investigación realizada por el equipo psicosocial y de gestión de conocimiento de la Fundación Tiempo de Juego, en la que se buscaba comprender la causalidad entre las drogas y el delito en la localidad de Ciudad Bolívar (al sur de Bogotá) y en el Centro de Reclusión de menores El Redentor, me atrevería a decir que la prohibición de las drogas y la difusa ley de penalización de la dosis mínima producen más violencia y no hay evidencias que indiquen que reduzcan el consumo. 

“Tachuela” (o Fredy González) fue uno de los jóvenes que participó en esta investigación impulsada por la ONG Open Society. Lo hizo escribiendo diarios sobre su vida en tiempos de pandemia; charlando con los investigadores y como actor natural en un corto en el que interpretaba su vida (cuyo avance pueden ver al final de esta columna). En el ocaso de su juventud, “Tachuela” siente que ya estuvo bien de peleas con las barras de Millonarios y otros equipos. Para dejarlo, sin embargo, no son suficientes sus sentimientos. Casi 20 años de guerra, más de 40 cicatrices de puñaladas en su dorso tatuado con los escudos de Santa Fe y de su barra, un hermano en la cárcel y algunos amigos que ya no están han traído consigo una espiral de venganzas que no le permiten salir de su casa desarmado. 

Lo que “Tachuela” nunca quiere dejar es su parche, el Aguante Sur, uno de los más numerosos y empoderados de la Guardia Albi-Roja Sur del Independiente Santa Fe. “El Aguante es mi vida, acá están mis socios y, además de mis hijos de 12 y 11 años, la barra es mi razón de ser y mi motivo de vivir”. 

“Tachuela” nació y creció en las faldas de Ciudad Bolívar, una localidad hostil donde solo uno de cada 90 jóvenes ingresa a la universidad; donde en tiempos de pandemia se presentó un aumento en el número de muertes violentas, principalmente de jóvenes. Según cifras de la Alcaldía de Bogotá, mientras que en el 2019 hubo 195 casos, en el 2020 se reportaron 210. La mayoría de esas muertes son por causa del microtráfico; de manera más exacta, por controlar el “pedazo” y el poder de los expendios de droga que involucran a familias y pandillas y que, después de tantos años, es imposible detener capturando a jóvenes como el hermano de “Tachuela”, que son el último eslabón de la cadena.

En Ciudad Bolívar, al igual que en los barrios periféricos y en las regiones apartadas de nuestro país, jóvenes como “Tachuela” y su hermano están condenados a vivir un futuro sin oportunidades en el que les toca conformarse con trabajos informales (“Tachuela” trabaja repartiendo leche y su hermano trabajaba enchapando y pintando). Se convierten en padres y madres a temprana edad para sentirse dueños de algo y son pocos los referentes que tienen para ser libres y felices. 

Por eso siempre está abierta la puerta para integrar grupos delincuenciales o conformar pandillas que, al fin y al cabo, les dan estatus y les permiten sobresalir entre los otros para conseguir el reconocimiento que todo adolescente busca. Es por esto que una barra popular se convierte en un refugio para sentir aceptación, para exorcizar miedos y para pertenecer a algo. 

“Tachuela”, al igual que algunos de sus compañeros de barra, consume cocaína y, cuando era más joven, consumía rivotril. En sus diarios pudimos notar que fueron más las veces en que la policía lo detuvo por portar algo de coca que por un cuchillo; que fue fácil sobornarlos o dejarse sobornar; y que en realidad a “Tachuela” le da igual estar sobrio, haberse tomado una cerveza o que sean las 3 o las 9 de la mañana para enfrentarse con los de la barra rival. Su hermano prefería no consumir cuando iba a cometer algún delito porque, como él mismo afirma: “para esas vueltas es mejor estar en cinco sentidos”. 

Parece evidente que los enfoques tradicionales de mano dura, corrupción y cero tolerancia que utilizan las autoridades en estas zonas del país —en las que se entiende la seguridad como la eliminación de prácticas y sujetos que se consideran una amenaza, promoviendo su protagonismo mediante la represión y concentrando los esfuerzos en la prohibición y el castigo a la presencia, circulación y uso de drogas en el espacio público— los hace olvidarse de perseguir a las estructuras del narcotráfico y concentrarse en jóvenes que, en el marco de la exclusión social y alta vulnerabilidad, son los cuerpos que alimentan y sostienen la producción, comercialización y la demanda de las drogas en el mercado ilegal. 

Pero lo más grave es que el Gobierno no impulse proyectos serios de prevención y educación (por ejemplo con deporte y arte que está comprobado que funcionan) y siga actuando con su mente cortoplacista de 4 años. 

Esta manera de actuar por parte de las autoridades —dejando la carga del problema en los jóvenes— lo que hace es descontextualizar la situación y negar su complejidad, reproduciendo ciclos que profundizan la condición en la que se encuentran, con inquietudes profundas sobre su futuro y sus posibilidades de desarrollo.

Está claro que la arbitraria persecución por parte de las autoridades y la estigmatización a la que se ven sometidos por un amplio sector de la comunidad, que los juzga desde imaginarios equivocados, impacta la identidad de los jóvenes, la manera en que se ven a sí mismos y sus relaciones con el mundo. 

Me atrevo a decir —respaldado por los hallazgos del informe de Tiempo de Juego— que esta actuación, incluso, los hace más vulnerables al consumo. Al ser estigmatizados y criminalizados por esto coaptan aún más su universo de posibilidades, limitando aún más sus opciones y es así como terminan por encontrar algún tipo de alivio emocional o relativo a sus necesidades básicas en el universo de las drogas. 

Pero además, y aunque no es fácil generalizar y esto no es de blancos y negros, parece no existir una relación causal en el consumo de drogas y los actos delictivos en los jóvenes de estos sectores. Lo que sí se evidencia es que sus acciones se deben más a determinados contextos donde la violencia está naturalizada y existen patrones o estándares que los están condenando a repetir una historia sin esperanza.