Andrés Wiesner – El Observador Noticias https://elobservadornoticias.com Periódico Virtual Wed, 30 Sep 2020 16:15:38 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.5.2 https://elobservadornoticias.com/wp-content/uploads/2019/06/cropped-Observador-ico-32x32.png Andrés Wiesner – El Observador Noticias https://elobservadornoticias.com 32 32 La otra esquina https://elobservadornoticias.com/la-otra-esquina/ https://elobservadornoticias.com/la-otra-esquina/#respond Sat, 12 Sep 2020 18:29:42 +0000 https://elobservadornoticias.com/?p=2371

En mis primeros años ejerciendo el periodismo, hace aproximadamente dos décadas, el país vivía tiempos difíciles. Desde la redacción de la Revista Semana y Especiales Pirry, junto a otros jóvenes reporteros, nos tocó ayudar a cubrir la masacre de Bojayá, los años que siguieron a la masacre de El Salado, el atentado al Club el Nogal, atestiguar las masacres paramilitares en el Sur de Bolívar y documentar la guerra, que también se vivía, en las Faldas de la Popa en Cartagena y en los Altos de Cazucá en Soacha, Cundinamarca.

Fue a su vez una época afortunada al lado de grandes periodistas- personas comprometidas con la verdad que se convirtieron en nuestros maestros- a los que realmente les dolía el país y promovían el periodismo independiente, la rigurosidad y la reportería como premisas para hacer bien el trabajo. 

Eran tiempos tan turbulentos que, me atrevo a asegurar, nadie, ni los jóvenes ni los grandes, podíamos imaginarnos que algún día se firmaría un acuerdo de paz.

Cuando esto ocurrió, la mayoría ya no trabajábamos juntos, pero gracias a la amistad forjada en esas noches de cierres agónicos y portadas dolorosas, hablamos de nuevo y nos ilusionamos con contar, ahora, las historias que traería el posconflicto. 

Por la generosidad de este oficio pude volver a Bojayá, a El Salado, a San Pablo, Simití y Cantagallo, a las Faldas de la Popa y nunca me fui de Cazucá. Y en todos estos lugares encontré las historias que estábamos buscando encarnadas en víctimas dispuestas a perdonar y utilizar cualquier herramienta que los sacara del fango. Que les permitiera, como me lo dijo un campesino del bajo Baudó en una marcha que promovía la Ley de Tierras en Necoclí en 2013, “dormir una noche tranquilos”. 

Curiosamente, al arte y el deporte eran las estrategias más usadas lo que hizo todo más emocionante. Por poner un ejemplo, en 2018, junto a algunos de los periodistas que señalo, los que ahora son grandes y los más grandes, publicamos un libro con historias que demostraban cómo el fútbol era capaz de reunir víctimas y victimarios y convertirse en un escenario real de perdón y reconciliación. Contrario a lo que promueven algunos caudillos de turno, demostramos que el partido por el país no se puede seguir jugando en dos equipos. 

La ilusión siguió creciendo y cooperantes internacionales y entidades del Estado promovían en sus convocatorias recursos para proyectos periodísticos y artistas independientes que iluminaran este nuevo camino. Fue entonces, hace un par de años, cuando sentimos que ni el nuevo gobierno, menos partidario de esta ilusión, podría detenernos.

La Comisión de la Verdad, las marchas de 2019, la voz arriba de los millenials- que no eran tan apáticos y desentendidos como yo pensaba-  los espacios territoriales bien recibidos por las comunidades,  manifestaciones de paz en las tablas de obras de teatro y conciertos, la ilusión de una Copa América con barristas reconciliados- ellos también son la guerra y la reconciliación- nos hizo pensar que el 2020 sería nuestro año.

Y entonces llegó la pandemia y volvió a oscurecer la noche. En San Pablo siguieron las masacres; en Bojayá las escenas de desplazamiento parecen calcadas; En Carmen de Bolívar hay asesinatos a plena luz del día y en Cartagena y Cazucá se incrementó la guerra por las ollas de droga. Perdimos el impulso y el desempleo desvaneció  proyectos de artistas y periodistas independientes. Quedaba la opción de las convocatorias públicas pero secretarías, ministerios y canales estatales exigían como requisito trabajar temas relacionados con el Covid 19.

Y aunque es lógico documentar un momento histórico de la humanidad, ahora más que nunca es necesario continuar apoyando estrategias que quieran aportar a que este posconflicto sea menos sangriento y doloroso. Hoy más que nunca hay que volver abrir espacios para que la cultura, el deporte y el periodismo independiente demuestren su poder. Y no hablo desde al arte y el deporte y el periodismo en general, que muchas veces revictimizan y fraccionan, sino de  expresiones reales impulsadas por iniciativas civiles que han demostrado su capacidad de cohesión.

Mientras esto sucede, el próximo miércoles 23 de septiembre, desde la Fundación Tiempo de Juego, lanzaremos La Otra Esquina, un nuevo programa radial dirigido a jóvenes de Soacha y el Sur de Bogotá que tiene como objetivo velar por la juventud como una época innegociable de la vida. En la producción e investigación nos hemos encontrado con cientos de proyectos juveniles que, cansados de que les digan que son el futuro, quieren aportar al presente que vive el país desde sus acciones. En el primer programa, por ejemplo, contaremos la historia del Colectivo Arbitrio de la Universidad Pedagógica, quienes desde la xilografía trabajaron con las madres de Soacha para recordarnos que sus hijos también fueron jóvenes y felices y reafirmar que la memoria también se escribe con alegría.

En otra entrevista para el programa, el líder indígena juvenil Oscar Montero, quien perdió a su padre en una masacre en la Sierra Nevada afirmó: “Nosotros como jóvenes tenemos la responsabilidad de continuar el legado y la lucha de nuestros padres y otros jóvenes que se fueron en esta violencia que no acaba. No podemos permitir que nos roben la esperanza por más de que cada día amanezcamos y nos acostemos con una masacre. Yo creo que no podemos dejarnos llevar por el miedo sino seguir y juntarnos. Juntarnos como un tejido grande que nos ayude a protegernos y que nos ayude a gritarle al mundo que aquí estamos”.

Juntarnos en la esquina e insistir en que hay otras formas de lucha y nuevas historias por contar.

Nota

El próximo miércoles 23 de septiembre se lanza el Programa de Radio La Otra Esquina 
– Dirigido a Jóvenes de Soacha y el Sur de Bogotá
– Hora: 4:00 pm
107.4 FM
Radio Rumbo

]]>
https://elobservadornoticias.com/la-otra-esquina/feed/ 0
Segundo tiempo https://elobservadornoticias.com/segundo-tiempo/ https://elobservadornoticias.com/segundo-tiempo/#respond Thu, 28 May 2020 21:40:36 +0000 https://elobservadornoticias.com/?p=1775 Un cristo de yeso mutilado bajo los escombros de una iglesia en la que murieron ciento diecinueve personas es la imagen que simboliza la masacre de Bojayá, ocurrida el 2 de mayo de 2002. Es la foto que le dio la vuelta al mundo; es la escalofriante escena que nos recuerda que ni bajo el manto de Dios estamos a salvo.

Esa mañana de mayo, Leonel Bedoya, quien a sus doce años fungía como colaborador del Padre Rogelio Antún  y entre sus deberes estaba el de organizar partidos de fútbol, también se refugió en la iglesia para protegerse de los combates que se venían presentando. Él estaba allí, cantándoles canciones a los niños chiquitos para tranquilizarlos, cuando la guerrilla de las FARC lanzó un cilindro bomba como parte de su ofensiva contra los grupos paramilitares. 

La región del Pacífico colombiano se había convertido en ese entonces en un escenario de guerra. Los grupos armados ilegales buscaban apoderarse de las tierras y de las rutas marítimas para establecer territorios de siembra de coca y transporte de cocaína. Casi 100.000 víctimas fatales dejó el conflicto armado solo en esta zona. El 30% eran civiles. Según cifras del Centro de Memoria Histórica, 550.000 personas tuvieron que dejar sus tierras. 

Leonel no hizo parte de los cuarenta y nueve menores que fallecieron. A él no se le quemaron las piernas como a su primo Leison de nueve años. Ni murió asfixiado como Asdrúbal, de diez. Él no murió descalabrado cuando el techo se desplomó, como Diana y Carmelino de tres y siete, respectivamente. 

Él se despertó en un hospital tres días después, confundido, triste, aterrorizado, y poco a poco fue entendiendo que ya no volvería a ver a muchos integrantes de su familia. Tampoco a sus amigos.

Los fotógrafos, videógrafos, periodistas, antropólogos, sociólogos, entre otros que fueron a registrar con sus cámaras lo ocurrido, nunca pensaron en abrir su diafragma. Para qué si un cristo sin cabeza en una iglesia destruida lo decía todo. 

A unos pocos metros a la derecha de la iglesia estaba la cancha de fútbol. Esa que Leonel tanto extrañaba en su nueva vida lejos de su tierra, pues él, al igual que setecientos cuarenta bojayaceños, tuvo que dejarlo todo y salir desplazado. 

A esa cancha llevaron los cuerpos mientras llegaba la Cruz Roja. Allí velaron a los niños que días antes jugaban con temor pero resignados a su suerte. Ahí quedaron sepultados los sueños de Leonel Bedoya, quien algún día, mientras entrenaba en ese terreno a orillas del río Atrato, soñó con ser futbolista.

Segundo tiempo

Son las nueve de la mañana del sábado 17 de noviembre de 2018, han pasado dieciséis años desde la masacre y el municipio de Bellavista, en el departamento del Chocó, donde se intenta reconstruir Bojayá, recibe a unos ilustres visitantes.

Se trata de trescientos niños que habitan diferentes corregimientos que bordean el río Atrato, quienes han sido invitados a jugar fútbol en el marco del Festival GOL&PAZ, un evento organizado por el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania y la Red Fútbol y Paz que busca utilizar el fútbol como una herramienta para la reconciliación en tiempos de posguerra en Colombia.

En diferentes pangas llegan niños que solo salen de sus corregimientos cuando tienen una urgencia médica. Pero esta vez no hay dolor, solo la ansiedad de unos pequeños que saben que van a jugar un torneo de fútbol. 

En una especie de catarsis, Leonel intenta que se cumplan los sueños de los demás e intenta explicarles a los futbolistas que en los partidos de este festival no ganará el que meta más goles sino el que se comporte mejor en la cancha. Les dice, con la paciencia de un pedagogo empírico, que jugarán sin árbitro para que ellos mismos aprendan a resolver sus diferencias. Y les sentencia que cada equipo tendrá que alinear mujeres con el propósito de trabajar la equidad de género.

Leonel está acá porque sí. Porque le da la gana. Porque simplemente cree que el fútbol puede ayudar a que los niños estén mejor y no repitan la historia de terror que a él le tocó vivir. 

Quizás por eso desde hace más de diez años entrena a niños tres veces por semana sin que nadie le pague un centavo. Sin que nadie le dé unos uniformes y menos unos refrigerios. Reemplazando la cancha con un pedazo de tierra que se inunda cuando llueve y es un polvero cuando hace sol. 

En el marco del proyecto GOL&PAZ, Leonel viajó a Medellín y se capacitó para contar con más herramientas pedagógicas y así trabajar mejor con sus pupilos. Conoció a otros cien líderes que como él quieren volver a su tierra y transformar el país con una pelota de trapo.

Bajo el húmedo calor de Bojayá el festival transcurre y poco a poco los niños entienden las reglas de juego: las  que hablan de respetar al rival, de incluir a la mujer, de celebrar los goles con baile y alegría.  

Y mientras tanto Leonel siente que está comenzando el segundo tiempo. Mientras observa a esos pequeños a los que la guerra de este país les ha negado su derecho al juego, él siente que llegó la hora de la revancha. Y esta vez no está dispuesto a perder. 

]]>
https://elobservadornoticias.com/segundo-tiempo/feed/ 0
Champeta para la reconciliación https://elobservadornoticias.com/champeta-para-la-reconciliacion/ https://elobservadornoticias.com/champeta-para-la-reconciliacion/#respond Wed, 02 Oct 2019 19:53:00 +0000 https://elobservadornoticias.com/?p=772 Que la verdadera champeta se baila en una esquina del barrio San Francisco, en el improvisado picó de pueblito en los altos de La Popa o un domingo de Reyes en la Plaza de Toros, no es nada nuevo bajo el sol cartagenero. Lo que hasta ahora era un misterio es que este género, que carga a cuestas el legado africano con todos sus significados de dolor y alegría, pudiera convertirse en un aliado para la resocialización de los jóvenes en esta ciudad mágica y, a su vez, marginada.

Por Andrés Wiesner

Kevin nació y creció en el barrio Santa Rita en las faldas de La Popa. De frente al mar. Desde su casa lo ve. De espaldas a esa ciudad amurallada que pocas veces visita. Tras una vida agitada en la que la delincuencia y las mal llamadas barras bravas se convirtieron en sus únicas razones para encontrarle significado al mundo que le tocó vivir, hoy busca resarcir sus errores en la Fundación Talid, adonde asiste una vez por semana a pagar una pena que dictaminó el juez denominada Libertad vigilada asistida.

Kevin tiene el pelo pintado de amarillo. Del mismo color de sus ojos que resaltan con su piel canela. Es flaco, los dientes desordenados y no mide más de 1.60. Su sueño es ser cantante y dice que ya ha grabado algunas canciones. De champeta, claro, pero también le gustan el reguetón y la balada. 

Alza los brazos para saludar a su gente. Para que el público cante su canción. Al hacerlo deja ver las cicatrices de su guerra. La de la absurda violencia del fútbol y las fronteras invisibles. La que, según el último informe de Cartagena Cómo Vamos, dejó ciento veintiséis muertos en 2018. 

Son las once de la mañana y en el Centro de Atención Especializada (CAE) de Turbaco la temperatura alcanza los cuarenta grados. Quizás no es el concierto con el que siempre soñó Kevin pero en algo se parece. Samir, que también paga una pena en la modalidad Libertad vigilada asistida, hace la voz principal. Él es alto, apuesto, musculoso. Charles King y Louis Towers, los conocidos Reyes de la champeta, son los coristas del día, y otros nueve jóvenes que también asisten a la Fundación Talid completan la banda.

En una cancha de microfútbol setenta jóvenes menores de edad, privados de la libertad por delitos que van desde homicidios hasta robos menores, son el público del concierto. Poco a poco se han conectado con la música y ahora observan y aclaman a los cantantes como cualquier fan a su artista favorito. Hoy los divide una tarima, pero la mayoría son viejos conocidos del barrio u otrora enemigos. Isaac, uno de los cantantes, estuvo recluido en este centro hace apenas unos meses. Casi pierde su brazo en una pelea interna en la que tuvieron que intervenir la policía y el SMAD. Antes de comenzar el concierto tomó el micrófono y agradeció a Dios. “No le tengan miedo a la libertad, muchachos”, les dijo. 

Para los integrantes de la Corporación Reconciliación Colombia, una plataforma de la sociedad civil que busca la transformación positiva del país, el trabajo en el posconflicto no es solo con los desmovilizados de los grupos armados. Para ellos, son muchas más las poblaciones con las que se debe dialogar y entre estas están los muchachos privados de la libertad. Los hijos de la guerra. Aquellos que quizás nunca tuvieron una oportunidad y hoy son víctimas de sus propios delitos. Por eso trabajan desde 2017 en centros de privación de la libertad de menores en diferentes lugares del país. Junto con el programa PAR de ACDI/VOCA y USAID crearon el proyecto “La reconciliación es nuestro cuento”, cuyo objetivo es generar habilidades para la vida, el ejercicio de la ciudadanía y la reconciliación en adolescentes y jóvenes, educadores y familias, a través de encuentros en los que se desarrollan actividades de reflexión en torno a cuatro dimensiones: confianza, empatía, cooperación y reciprocidad. “Al finalizar las sesiones de implementación de la metodología los jóvenes se encuentran frente al reto de crear una iniciativa que recoja lo aprendido e invite a la comunidad a ser partícipe de escenarios que en conjunto los inspiren a transformar contextos y a reconciliarse”, afirma Sergio Guarín, director de Reconciliación Colombia.

De esta manera, cuando se les preguntó a los once jóvenes de este proyecto en la ciudad de Cartagena cuál querían que fuera su iniciativa para cerrar su proceso la respuesta fue tajante: “Queremos hacer un video”. Fue entonces cuando el equipo de Reconciliación Colombia, consciente de que trabajar en alianza es la única promesa real para salvar a este país, llamó a Tiempo de Juego. Esta Fundación ha puesto su metodología para la convivencia -por medio de actividades deportivas y artísticas- al servicio de los centros de internamiento desde hace algunos años. También tiene a Labzuca, una productora audiovisual y editorial integrada por participantes de la misma Fundación que se han formado en las áreas de la comunicación. Al parecer: los idóneos para realizar el video con el que soñaban los jóvenes. 

Plan de rodaje

¿Qué estrategia utilizar para acercarse a un joven como Samir, quien no conoció a su padre y cuya joven madre antes que pensar en cualquier otra cosa que tenga que ver con su vida debe velar primero por dar de comer a sus tres hermanitos? ¿Cómo enseñarle a Cristian a manejar una cámara si su concentración está parcialmente afectada por el consumo de drogas y por ahora quiere que nadie se dé cuenta de que lleva un cuchillo debajo de su camisa? ¿Cómo mantener  la atención de Kevin, si en ese mismo momento está pensando en cómo pagar una deuda que, de no hacerlo, le costará la vida? La respuesta la tiene el poeta danés Hans Christian Andersen: “Cuando las palabras fallan, la música habla”.

Si hay algo que mantiene en pie a estos jóvenes, y me atrevería a decir que a gran parte de esa Cartagena olvidada que, junto a Cali, es la cuidad de mayor pobreza extrema de Colombia, es la música. Esas notas champetudas que suenan desde primera hora en un celular, un televisor o un picó y con un reflejo automático ponen a todos a mover las caderas sin importar el hambre, la exclusión o la tristeza son el oxígeno que no los deja ahogar en ese mar contaminado de corrupción y miseria. 

Así que cuando se les propuso un video musical las cosas fueron a otro precio. Todos tenían una historia por contar. Kevin mostró desde su celular una canción que había grabado. Samir contó sobre sus colaboraciones en producciones con reconocidos artistas. Jhon Luis y Jerson cambiaron su mirada. Isaac alzó su camisa y dejó ver el tatuaje del Real Cartagena al tiempo que coreaba una barra de cumbia villera. Iván, productor de Labzuca, quien había viajado desde su natal Cazucá a conocer esa Cartagena de la que tanto le habían hablado, dejó salir notas de champeta de su guitarra para que comenzara la fiesta.

De la mano de Nicolás Gori, músico y pedagogo de la Fundación Tiempo de Juego, comenzó un taller práctico de cuatro semanas dividido en ocho sesiones. El propósito fue producir un videoclip de champeta en el que los muchachos fueran los protagonistas de principio a fin y pudieran expresar lo que estaban sintiendo.

En la Fundación Talid, en una casa amplia a mitad de cuadra del barrio Torices, se realizó la primera sesión que consistió en un taller de escritura del que nació la letra de la canción. En la segunda se familiarizaron y aprendieron los roles de producción bajo las frondosas ceibas y los enormes alicantes del Centro Zonal de la Virgen del ICBF. En la tercera, primer día de rodaje, fueron citados a las 7:00 am en este mismo lugar, en medio de un aguacero torrencial, y nadie llegó después de la hora pactada. En la cuarta comenzaron a grabar las voces, y en la quinta caminaron libres cantando su canción por las mágicas y turísticas calles de Getsemaní que se niegan a perder sus raíces.

Dos bailarinas que se juegan el pan de cada día al lado de shakiras con bigotes, dobles de Michael Jackson, perritas que caminan de aquí para allá con la camiseta de la Selección Colombia y raperos que componen estrofas instantáneas ofreciendo un show macondiano de nuestra era a los miles de turistas que visitan el centro amurallado llegaron a la playa de la Boquilla a la sexta sesión, en la que se produciría la escena de una fiesta y en la que los jóvenes comenzaron a darse cuenta de que, así fuera por un día, podían ser los protagonistas de su propia vida. De su propio video.

En la sexta sesión, Cristian, Samir e Isaac navegaron el río Manzanares en compañía de Natalia Reyes, la actriz que interpretó a Leidy, la vendedora de Rosas, y quien ahora tiene un papel protagónico en Terminator 3. Entre manglares, bordeando la Ciénaga de la Virgen, volvieron a cantar la canción que ellos mismos compusieron haciendo énfasis en la estrofa que habla de que es posible cambiar el mundo.

Quizás, cuando llegaron a tierra firme, la pobreza de ese muelle los llevó de vuelta a la realidad y les recordó que hacen parte de los cuarenta mil cartageneros que viven con menos de un dólar al día. Y es que es verdad que navegar con una actriz no le va a cambiar la vida a nadie ni con esto van a cambiar ningún mundo. No le va a pagar la deuda a Kevin y, cuando en la noche Samir llegue a su casa, a pesar de haber sido la voz principal, otra vez va a tener que esperar a que coman sus hermanitos a ver si de las sobras él se puede echar algo al estómago. 

Pero quizás mañana cuando se levanten y piensen en qué hacer para sobrevivir se den cuenta de que drogarse o pelear a cuchillo y piedra bajo la lluvia no es la única forma que existe para llenar los vacíos de sus vidas. Quizás, después de grabar un video, sin saberlo sientan que su cerebro generó la dopamina suficiente para obtener la adrenalina que les hace falta, y se den cuenta de que cuando se está en la buena termina uno hasta cantando al lado de la protagonista de la novela. Quizás Isaac continúe con la idea de ser productor audiovisual y, entonces, todo habrá valido la pena. 

 El concierto

¿Cómo terminar este proceso? ¿En dónde hacer la escena del concierto que aparece en casi todos los videoclips? ¿Qué público podría entender mejor que a los que están en la tarima les tocó seguirle la disciplina a un rodaje, dejar de trabajar, aguantarse la abstinencia y no caer en las tentaciones que podían solucionar sus problemas más próximos?

Con el apoyo del ICBF, la Fundación Talid y la Fundación Hogares Claret -operador de Asomenores- se gestionó que fuera el CAE de Turbaco el lugar para la presentación. Ahí, donde más de cien menores, llamados infractores de la ley, luchan día a día por entender por qué les tocó pelear una guerra que no era la suya. La guerra de la indiferencia, la supervivencia, el abandono.

Charles King y Louis Towers, quienes tanto han caminado esos barrios marginales, y eso sumado al folclor y la alegría que se respira en la Ciudad Heroica y que ha sido la inspiración de sus canciones, quisieron también sumarse a la fiesta. 

Previo a la presentación, Cristian Arévalo, de Claret, reunió en un salón a los once jóvenes artistas y para evitar alguna riña o altercado les preguntó si alguno tenía algún problema pendiente con los muchachos recluidos. “Puede que sí, puede que no, mi hermano” -contestó Cristian con su mezcla de desfachatez y sinceridad-, “pero nosotros venimos aquí a otra cosa, nosotros venimos a demostrarles que sí se puede estar en paz con uno mismo”.

Con esa consigna salieron para la cancha. Con su palabra como único salvoconducto. Hubo miradas, saludos, abrazos, preguntas y recuerdos. Hubo cantos, aplausos y baile. Hubo música y champeta para volver a confiar.  

]]>
https://elobservadornoticias.com/champeta-para-la-reconciliacion/feed/ 0
Con otros ojos https://elobservadornoticias.com/con-otros-ojos/ https://elobservadornoticias.com/con-otros-ojos/#comments Mon, 09 Sep 2019 00:03:56 +0000 https://elobservadornoticias.com/?p=440 [avatar user=”Andres Wiesner” size=”thumbnail” align=”left” /]

Por Andrés Wiesner
Director El Observador 

Hace 13 años comenzó el programa de artes Acompaña la Jugada. Y comenzó porque nos dimos cuenta de que algunos de los niños que asistían a los entrenamientos de fútbol de la Fundación Tiempo de Juego lo hacían solo por divertirse, por conocer a otros niños o en busca de un refrigerio, pero en realidad no les gustaba este deporte.

David Cetina fue uno de los primeros participantes de aquel programa de artes que, al igual que el de fútbol, buscaba que los niños y niñas de los altos de Cazucá aprovecharan su tiempo libre de manera productiva. Aunque David no podía hablar por un problema en sus cuerdas vocales, estoy casi seguro de que a él sí le gustaba el fútbol, pero también le gustaba pintar y leer con sus amigos. También estoy seguro de que asistía por el refrigerio.

A las 6:30 de la tarde del pasado 27 de diciembre de 2018, David fue asesinado en el barrio Julio Rincón de la Comuna 4 de Soacha. Contaba 19 años y una sonrisa que siempre lo acompañaba. Aunque nada de esto salió en los medios de comunicación, del móvil se sabe que fue una venganza entre bandas que buscan quedarse con el poder de los expendios de drogas y armas en Cazucá; que David poco o nada tenía que ver con el tema y que más bien querían hacerle daño a su hermano. Se sabe también que su asesino, de 14 años, le dijo: “salga a correr  David”, y luego le disparó dos veces por la espalda.  

………

Se cumplen 14 años desde que Tiempo de Juego empezó su trabajo en aquel sector, en la comuna 4 de Soacha. Un barrio creado por grupos de izquierda que comenzaban procesos de desmovilización y levantaron las primeras casas en los años 70. Dos décadas después, hacia los años 90, grupos de extrema derecha se asentaron en la zona para planear su ofensiva a Bogotá. 

Las consecuencias de este encuentro fortuito son el origen y la causa de su estigma. Son obvias las implicaciones. Sin embargo, y quizás con similitudes a lo que sucedió en Ruanda en la época de la amnistía, cuando víctimas y victimarios reiniciaron su vida habitando las mismas aldeas, poco a poco los habitantes de Cazucá fueron encontrando objetivos comunes y se vieron obligados a convivir y a dejar atrás las heridas del pasado. 

Me atrevería a afirmar que, en parte, fue a gracias a esto que la iniciativa de Tiempo de Juego fue bien recibida en la zona. Esas precarias escuelas de fútbol y arte no solo generaban en los niños y niñas una nueva manera de relacionarse, sino que permitieron a sus padres encontrar un escenario neutro en el que podían intercambiar ideas, recuperar algo de lo que habían dejado en sus regiones, sentir confianza por su vecino.

Colombia vivía entonces los peores años de la guerra, pero lo que pasaba en Tiempo de Juego enviaba algunos atisbos de esperanza. La comunidad se unió y nos guío para entre todos satisfacer las necesidades de sus hijos y tener de nuevo una oportunidad de soñar. De ser felices. 

Hoy, Colombia vuelve a vivir tiempos difíciles. Historias dolorosas e incomprensibles como la de David, más el rearme de algunos grupos, han comenzado a desvanecer las ilusiones que generó el proceso de paz. A esto se suma la innegable crisis mundial que ha generado el COVID19 que además, por causa del hambre y los fenómenos migratorios y de desplazamiento, pone una vez a Soacha al borde del abismo. 

Y aunque el dolor está presente en la Fundación por los sucesos recientes, sentimos que no es momento de tirar la toalla, ni de protestar ni de culpar a unos y otros. Estamos convencidos, por el contrario, de que es momento de ser más fuertes y creativos e intentar ser parte de la solución. De que debemos ser capaces de reescribir la historia de nuestros territorios y a través de nuevas narrativas generar espacios para recuperar la confianza.

Con ese propósito nace el portal web El Observador. Una iniciativa de jóvenes de Soacha y localidades del sur de Bogotá que, cansados del estigma, el señalamiento y la exclusión, quieren verse y pensarse diferente.

Participantes de las áreas de producción musical, producción audiovisual, publicidad y periodismo, cuatro de las actividades que ofrece hoy Acompaña La Jugada, son los protagonistas de esta plataforma. Ellos pretenden, sin desconocer la realidad, visibilizar el talento y las buenas noticias que suceden en las esquinas de sus barrios.

El Observador busca que estos jóvenes, guiados por reconocidos periodistas de nuestro país, encuentren en el periodismo digital y en las nuevas tecnologías un espacio para comenzar a construir su propia memoria. Un lugar donde a través de las letras, la imagen y la música se amplifiquen las buenas noticias, y logre así movilizarnos hacia a ese nuevo rumbo que todos estamos buscando. 

En nuestra primera edición, un especial de Diarios de la Pandemia al que invitamos a esas voces que parecen ser ignoradas cuando se escribe la historia para que nos contaran, desde lugares lejanos y casi que extraños entre sí, cómo se enfrentan a su día a día, cuáles son sus reflexiones y cómo sobrellevan esta pandemia que no le importa en dónde vivimos, cuánto tenemos, ni cuánto sabemos.

También, jóvenes del sur de Bogotá, Soacha, Magdalena y el sur del Cauca, algunos de ellos antes enemigos por dinámicas del conflicto social y armado de nuestro país y ahora colegas con un objetivo común, salieron a buscar las diferentes opciones que nos ofrece la cultura para empoderarnos y transformar positivamente a Colombia. 

Y esta primera edición también es dedicada a David, porque esta seguirá siendo nuestra manera de resarcir y protestar.

]]>
https://elobservadornoticias.com/con-otros-ojos/feed/ 5